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Trajes de Cantabria

A raíz de los testimonios de geógrafos, historiadores y viajeros, se puede hablar de una pasada riqueza en la  indumentaria de esta tierra. Ya entrando en historia, Estrabón y Séneca nos reseñan el vestido de los Cántabros hace dos mil años: Los varones traían una túnica breve y, encima, el sagum o capa de lana negra; el cabello, largo como las mujeres, ceñido con una banda para que no les molestase, y a la cabeza, un gorro característico, calzando abarcas de cuero o de madera y teniendo por sus joyas menores las bellísimas armas finalmente nieladas>>. Las hembras se adornaban con túnicas de colores y dibujos florales, fíbulas y hebillas de bronce, alfileres y arracadas en oro en forma de creciente lunar. Algunos rasgos de tales modas se diría perviven en lenta mutación durante la Alta Edad Media, para reaparecer con increíble pujanza en los siglos XV, XVI y XVII, cuando la indumentaria cántabra destaca por su original mérito dentro del  Occidente cristiano: ellos gastaban los ya entonces arcaizantes capotillos de dos haldas, monteras y abarcas, desnudas las piernas y armados de venablos. Las doncellas vestían de lino, con camisas y sayas fruncidas o cuerpos y basquiñas de paños; a diario descalzas, se engalanaban los días de fiesta con medio botines y mil arrequives de plata, azabache, ámbar y coral, siendo común llevasen la cabeza descubierta y afeitada, tan sólo dejando unos rizos sobre las sienes o un atusado cerquillo alrededor. Luego de casadas, cubríase con turbantes de dos o tres palmos de altura, algunos de claro significado fálico, en formas tan variadas y caprichosas, que constituyeron todo un alarde de diferenciación. Ya la tradición campesina del siglo XV remonta el origen de tales capiruchas -conocidas por el nombre genérico de tocadas- a los tiempos de la introducción del cristianismo en Cantabria, al suponer que la iglesia castigó el indómito paganismo de las cántabras, obligándolas a llevar como un estigma el tocado habitual de aquellas tribus gentiles.
Cierta o no cierta esta leyenda, viene a remachar la idea de que dichos cubrecabezas eran supervivencia de formas muy antiguas conservadas en Cantabria hasta el siglo XVII. El echo de que tales atavíos resultaban algo excepcional, se confirma en las pragmáticas dadas por los Reyes Católicos para frenar el lujo, donde figuran concesiones especiales a las mujeres y hombres de Cantabria, Asturias y País Vasco, permitiéndoles llevar adornos de oro y plata, seda, brocados y terciopelos en virtud de la mucha antigüedad de su indumentaria, lujos que habían prohibido a las demás gentes de España. En la costa variaban los usos desde una punta a otra y, así vemos a las casadas de Castro Urdiales (también de Sámano, Villaverde de Trucíos, Guriezo y Oriñon) arrollando su trenza en la blanca <<sabanilla>> que desciende a la espalda, mientras los hombres gastaban a diario camisa y pantalón de crudo lienzo con peales sujetos por los cordeles de sus albarcas. Los marinos de Laredo faenaban vestidos de bayeta amarilla o naranja y barretinas rojas rematadas por una borda negra; otros se tocaban con montera puntiaguda que cubría las orejas, sustituida a mediados del siglo XIX, bien por la boina grande con armadura interior y borlón de a cuarta, o bien por la media chistera con cinta, botón y cintilla; las pescadoras laredanas trotaban descalzas en <<alcandora>>, o camisa de lienzo, y justillo y refajo de bayeta; para más respeto traían una chambra abierta por los lados, saya larga de cinco metros de vuelo fruncida a la cintura y, encima, un delantal grande que ajustaba la chambra al talle; al ir a la iglesia, se echaban sobre el pañuelo de cabeza la mantilla de pañete negro y puntas redondas, dejando colgar una borla sobre la frente, siendo un peinado trenzas o <<moña>>. Los marineros de Santander estilaban, a fines del XVIII, elásticos de bayeta roja o amarilla, pantalones de lienzo blanco y gorro catalán encarnado o verde; medio siglo más tarde continúan con traje de faena parecido; pero al llegar el domingo se remozaban con camisa de pechera de fuelles, pantalón anchísimo de paño azul oscuros, a juego con el chaleco y la chaqueta; ceñidor de seda negra, zapatos sin tacón y ancha boina aliñada con profusa borla de cordoncillo negro; las pescadoras de la ciudad, enzima del refajo de bayeta roja o naranja, se emperejilaban con saya de mahón, jubón oscuro bajo un pañuelo de seda con flecos y otros anudado <<a la cofia>> sobre el moño, bien calzadas de media azul y zapato ruso. Tierra adentro, es en los valles altos done el vestido cántabro mantiene por más tiempo su carácter.
En Campóo, el traje de fiesta de la mujer se componía de camisa de hilo gordo y corte cuadrado, justillo tapado por un chillón pañuelo de seda, saya de bayeta fuerte en  cualquier color menos blanco, que las de posición más desahogada echaban de cúbica o paño negro, a tono con una airosa chaquetilla de <<abrejones>> dorados,    bajo la saya, dos, tres o cuatro manteos de lana batanada, largos hasta el tobillo; medias y zapatos abiertos o escarpines con broches y albarcas de pico ganchudo; al cuello, collares de coral con una crucecita y grandes pendientes de colgantes o semicírculos; el peinado de las casadas era moño o <<castaña>>, con raya en medio y trenza, en la cual ponían un rosetón de cintas de mil colores; a la cabeza, pañuelo de esclarecida seda o percal anudado arriba o bajo la barba, amén de una mantilla de anascote orlada de terciopelo, algunas con grandes aletas cayendo por delante hasta media saya. El campurriano usaba un traje de paño rojizo, la chaqueta respingada por detrás con cuello derecho y amplias solapas, repetidas también en el chaleco, siendo la  botonadura de metal dorado con el escudo de las armas reales; las bragas llegaban  sólo a cubrir las rodillas, con trampa a dar a los costados, ocultando los bolsillos de la trincha; camisa de hilo burdo y acartonado cuello hasta las orejas, con lorzas en la pechera y botones de hilo en forma de pan de malva; medias del color de la lana, ligas bermejas y zapatos bajos con carteras que se unían en el centro del tarso al pasar una correa; los más calzaban escarpines de paño de espigada lengüeta y espectaculares albarcas  <<del pico entornao>>, barnizadas con calostros y dispuestas sobre clavos de herrero; palo pinto en la mano y, a la cabeza, <<picona>> de treinta centímetros de altura en paño negro o pardo, forrada con bayeta roja y masa de engrudo para que siempre estuviese derecha; bajando a abrigar los oídos, cosa necesaria en el duro clima del valle, se adornaba con vueltas de terciopelo y borlitas en los vértices, dándose bajo la barbilla con una lanza.
En la Liébana, la mujer sacaba, para las grandes ocasiones, negro jubón, bien ceñido al cuerpo y de talle, con anchas mangas de pliegues y puños ajustados, defendiendo el escote por un pañuelo vistoso y un faldar, de sayalete ribeteado con bayeta verde, o bien, todo él de jerga enlutada, medias de lana escarpines y albarcas, más un percal rameado recogido al moño o, en el colmo de la ostentación, un pañuelo blanco, bordado y calado, a dar en flojo nudo bajo la barbilla. El Lebaniego se equipaba de chaqueta corta y estrecha, chaleco sin solapas, calzón angosto, medias y escarpines de crecida caña -todo en sayal negro- y albarcas <<de pico>> o <<del garbanzo>>; palo pinto y, a la cabeza, sombrero de copa alta, de felpa o de sayal, a menudo forrado de hule, en sustitución de la montera rojiza en forma de fanal, de más de un pie de envergadura, que los de peñarrubia aún no habían desterrado. En Tresviso y Bejes, el arreo de los hombres era similar al descrito, salvo la montera, de aire asturiano, aire que sigue soplando en los trapos domingueros de las hembras de este rincón de Cantabria, con sus refajos <<injertados>> en bayeta de diferentes tintas, mandilín de pálidos matices y dengue recamado de <<coral negro>> (azabache) en ingenuo contraste con las corizas de piel  endurecida.
La gente de Pas fue la que conservó con más apego su indumentaria tradicional, rica e historiada como ninguna otra de estos valles: el traje de gala del varón constaba de camisa cerrada al cuello, con gemelos sobredorados; dos chalecos: El Interior, blanco, y el de fuera con arabescos y largos colgantes de plata; chaqueta y bragas de oscura pana lisa con <<hierros>> y botonaduras por mero adorno, ceñidor dando espaciosas vueltas a la cintura, medias de algodón azules o blancas, escarpines de bayeta cenicienta y chátaras de cuero sin curtir; a la cabeza, pañuelo de seda, ya anudado atrás, ya como una venda o a la manera de turbante, alternando con monteras cónicas más o menos altas, en  jaezadas con vueltas de terciopelo o gruesas borlas de seda, plumas y flores, no pudiendo faltar al cabañero el recio palanco de avellano de más de dos metros, sin el que se sentirían perdido. En invierno, añadían a estos pellicas de cordero, <<barajones>>(esquís singulares) y capas de sayal blanquecino, que trocaban por otras de negro buriel, con capucha y sin esclavina, para duelos y para cumpliar con Pascua. Cuando repicaban gordo, la pasiega lucía camisa de cabezón, velado el pecho por peto de vivos colores y pañuelo de seda tornasol, justillo de velludo o corpiño atado con cordones y chaquetilla en paño y terciopelo de estrecha bocamangas abotonadas con filigrana de plata; por la garganta del pie, la saya de sedán pomposamente galoneada -sobre refajos de bayeta grana, verde o amarilla que esponjaban las caderas como era pedido- y, resguardando el halda, un soberbio delantal de raso azul o de paño perfilado con llamativos sobrepuestos; bajo <<la bengala>> irisada -a la que antaño <<acaldaba>> la varonil montera- caían lenguas trenzas sujetas por cintas de relumbrón, trenzas que recogían en moño a la hora de cargar el cuévano; medias azules, blancas o rojas, con cuchillas y espigas multicolores, y buenos zapatos o, en su lugar, escarpines de bayeta amarilla y chátaras de piel curada; parecida por las alhajas, la pasiega armaba las orejas con tamaños pendientes de coral o monedas sobredoradas, engastando los dedos en anillos y la garganta en corales, hilos de vidrio azules y rojos y gruesas cadenas de plata dando vueltas y revueltas sobre un seno tachonado de medallas, cruces, patenas, relicarios y amuletos; en tiempo de aguas, o para acercarse a la iglesia, se atotegaba bajo un <<capillo>> color manteca orillado con trencillas o recortes de paño y si estaba criando acudía con el niño en la limpísima y confortable cuévana, entoldada con muy lindos <<mantíos>>.
En la segunda mitad del siglo XIX, la vestimenta popular cántabra entra en rápida decadencia, si bien es verdad que algunos de sus ropales siguen ostentando cierto regusto local; así, vemos a la trasmerana con camisa de lienzo y justillo: jubón de lana cerrado al cuello en redondo, a juego con la saya larga, replegada sobre un refajo de bayeta; al taye, un pañuelo floreado de seda y amplio mandil de satén rojo, envolviendo el moño en un retal blanco. El trasmerano campaba con su camisa de lorzas, chaleco estampado sin solapas, blusuca rabonada de satén gris, prolijamente rizada con pasamanos y botonaduras; pantalón  de trampa en sayal negro remontado de terciopelo; ceñidor de lana y pañolito al cuello; zapatos de becerro y, a la cabeza, un gorro marinero, encarnado o verde, con sedosa borla al extremo.
Aún podríamos ir señalando otras comarcas y otros atalajes, como Cabuérniga, donde las mozas se endomingaban con saya de lana oscura y justillo de seda tornasol, a juego con la faltriquera atada al exterior con mucho ringorrango y floritiqueo; o Tudanca, donde todos los mozos usaban <<lásticos>> o chaquetones de bayeta encarnada, y de bayeta verde todos los viejos; o Polaciones, donde cabría resaltar las capas de sayal y los refajos con labores de paño picado en grecas y ramos de precioso dibujo.
         
                   Bibliografía:  Trajes populares de Cantabria.     COTERA 

 
   
 
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